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¿Es  posible  amar a nuestros  enemigos?



Cuando uno lee los evangelios no puede dejar de sorprenderse. Si una cosa tiene el mensaje de Jesús es que no nos deja indiferentes. Éste, desde una perspectiva meramente humana, nos incomoda porque, como hombres, nuestra forma de actuar es en muchas ocasiones diametralmente opuesta a la que Jesús nos invita a poner en práctica. Jesús nos interpela a proceder de forma diferente, a cambiar nuestras prioridades, y actuar de forma desinteresada donde el yo pasa a un segundo plano.
 
Uno de esos momentos lo encontramos en el Sermón del Monte cuando, dirigiéndose a todos aquéllos que se habían congregado a su alrededor, dijo: «Amad a vuestros enemigos» (Mat. 5: 44). Es indudable que esas palabras desconcertaron a quienes lo escuchaban, y nos siguen desconcertando a nosotros también. Con dichas palabras, Jesús venía a romper con todo convencionalismo, con aquello que era políticamente correcto, con aquello que la sociedad y los poderosos consideraban aceptable; en definitiva, con lo que se esperaba de uno. El propio Jesús, antes de pronunciar estas desconcertantes palabras, resumió de forma magistral el comportamiento esperado: «Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo» (Mat. 5: 43).
Sin embargo, Jesús tenía un mensaje diferente, un mensaje que se basaba y se basa en el amor. Pero él no se conforma con enunciar un nuevo principio, sino que va más allá y nos propone una nueva forma de vivir. Jesús quiere que ese principio se convierta en una realidad en nuestras vidas, independientemente de que amar a nuestros enemigos vaya en contra de nuestra naturaleza, y por ello nos indica cómo llevarlo a la práctica: «[…] haced bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os insultan.  Al que te pegue en una mejilla ofrécele también la otra, y al que te quite la capa déjale que se lleve también tu túnica. Al que te pida algo dáselo, y al que te quite lo que es tuyo, no se lo reclames» (Luc. 6: 27-30).
Es evidente que después de leer el pasaje, uno no puede dejar de sorprenderse y preguntarse: ¿cómo es eso posible? ¿Cómo amar a mis enemigos? ¿Cómo actuar de forma desinteresada? ¿Cómo dejar de lado mis intereses y, por el contrario, bendecir o ayudar a aquél que me perjudica? ¿Cómo no reclamar aquello que es mío? Realmente, ¿estamos en condiciones de llevar a la práctica aquello que Jesús nos dijo?
El reto de amar Ante las exigencias planteadas y las dificultades de llevar a la práctica el mensaje de Jesús, algunos lo han relativizado afirmando que está hablando de un ideal imposible de alcanzar en nuestra situación actual. Al pensar así, en el fondo lo que están haciendo es renegar de ese mensaje, lo están desvirtuando y hacen que pierda esa fuerza que lo convierte en algo diferente y extraor - dinario. No tengo la menor duda de que Jesús no nos está pidiendo algo imposible, siempre y cuando seamos capaces de ponernos en sus manos y dejemos de lado nuestro ego. Jesús fundamenta ese amor a los enemigos en dos premisas:
 
1. «Haced con los demás como queréis que los demás hagan con vosotros» (Luc. 6: 31).
 
2. «Si amáis solamente a quienes os aman, ¿qué hacéis de extraordinario?» (Luc. 6: 32).
 
Jesús nos llama a amar a nuestros enemigos, recordándonos que si amamos a aquéllos que nos aman, nada nos diferencia de quienes no creen, de aquéllos que no tienen a Dios. Jesús nos invita a ser diferentes en nuestra forma de actuar, poniendo nuestras prioridades en un segundo lugar. El mensaje de Jesús se basa en dos principios: amar a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Jesús nos invita a de sear a aquéllos que nos rodean, a quienes conviven con nosotros, dejando lo que nosotros deseamos para nosotros mismos. Y hay que reconocer que eso choca con nuestra propia forma de pensar. Jesús nos recuerda que es fácil amar a aquéllos que amamos, que eso no tiene nada de extraordinario, que eso es lo normal. En oposición a todo convencionalismo, Jesús dijo y nos dice: “yo te llamo a que ames a aquéllos que no amas, a aquéllos que dificultan tu vida, a aquéllos que te perjudican. En definitiva, que ames a tus enemigos”.
Pero aun así, surge nuevamente la pregunta inicial: ¿es realmente posible amar a nuestros enemigos? Y, como decía, la única respuesta posible es “Sí”. Esa convicción va acompañada del reconocimiento de que eso no implica que sea fácil. Pero, al mismo tiempo, se trata de una opción extraordinaria, de una opción que convierte al Dios de los cristianos en un Dios diferente. Dios desea que la humanidad se ame por encima de todo, de la misma manera que él ama de forma incondicional a cada ser humano. Jesús nos invita a ponernos en sus manos y a hacer del amor a nuestros enemigos una realidad en nuestras vidas. Esto solamente será posible en la medida que seamos capaces de poner nuestra vida en las manos del Señor y cambiemos nuestras prioridades.
Dirk Willems, un ejemplo de amor Pero aun así, ¿es posible llegar a amar a nuestros enemigos? La respuesta, por reiterada que sea, sigue siendo un “Sí”. Y, en ese sentido, me gustaría recordar la historia de Dirk Willems. No sé si existe una fe que personifique de una manera más clara lo que significa amar a nuestros enemigos, pero de lo que sí estoy convencido es que su vida pone de manifiesto que el amor a nuestros enemigos puede ser una realidad en nuestras vidas si somos capaces de dejar de lado nuestros propios intereses.
 
Dirk nació en Asperen (Holanda) y, después de conocer el evangelio en su juventud, fue rebautizado, aunque no está claro si con 15, 18 o 20 años. Desde entonces se dedicó a compartir su fe en Jesús, utilizando su propia casa para celebrar reuniones y rebautizar a aquellos que se convertían convertían.
Al actuar así, era consciente del enorme riesgo que corría, podía ser detenido y ejecutado en cualquier momento. No hemos de olvidar que, en aquella época, como durante la mayoría de la historia del cristianismo, tener una fe diferente de la de aquéllos que detentan el poder era un peligro, puesto que éstos no estaban dispuestos a aceptar la libertad de pensamiento, y menos en una cuestión tan vital como la religión. Finalmente, en el invierno de 1569, se vio obligado a huir a pie en pleno invierno, después de ser denunciado. Como es fácilmente comprensible, las autoridades no permanecieron inactivas sino que procedieron a perseguirlo. Durante su huida, Dirk llegó a un curso de agua parcialmente helada que le impedía continuar. Ante tal situación, se tuvo que plantear el dilema de cruzar, aun a riesgo de perder su vida, ya que era muy posible que el hielo no soportase su peso y acabase hundiéndose en el agua congelada, o bien detenerse y asumir su detención y, con toda seguridad, su posterior ejecución. Ante tal dilema y ante la evidencia de que no tenía nada a perder, Dirk cruzó y el hielo aguantó su peso. Aquéllos que lo perseguían muy de cerca llegaron al mismo lugar por donde Dirk había conseguido pasar y el alguacil comenzó a cruzar.
Dirk observó cómo, en esta ocasión, el hielo no soportaba el peso de aquél que lo perseguía y se resquebrajaba debajo de sus pies, hundiéndose en el agua helada. Dirk se halló ante un nuevo dilema: continuar en su huida y así salvar su vida o, por el contrario, dar media vuelta e intentar salvar la vida de quien lo perseguía y que se estaba casi ahogando.  
No olvidemos que éste lo hacía con la única finalidad de detenerlo para llevarlo ante las autoridades, que no dudarían en
ejecutarlo. Dirk, llevando a su máxima expresión el mensaje de Jesús de amar a nuestros enemigos, volvió sobre sus pasos, extendió sus brazos y rescató del agua al alguacil con gran dificultad. Una vez fuera del agua, y después de llegar a la otra orilla, aquél que lo perseguía no tenía muchas ganas de detener a quien le había salvado la vida. Pero el burgomaestre le recordó desde la otra orilla el juramento que había realizado en el momento de asumir el cargo. De manera que, muy a pesar suyo, lo arrestó y lo condujo ante la Inquisición.
Dirk fue encarcelado y condenado a morir en la hoguera después de comparecer ante la Inquisición. Después de varias semanas, la sentencia se ejecutó el 16 de mayo de 1569. Dirk tuvo la mala suerte de que, en el momento de la ejecución, soplaba con fuerza el viento y hacía mucho frío, con lo cual la hoguera no ardía todo lo rápido que hubiese sido deseable. De modo que, mientras las llamas consumían los pies de Dirk, el resto se mantenía libre del fuego. Dirk, en lugar de morir relativamente rápido, se fue asando lentamente. El dolor era tan intenso que no podía dejar de gritar una y otra vez “¡Oh Señor! ¡Oh, mi Dios!” En el pueblo cercano de Leerdam, las personas lo escucharon exclamar más de setenta veces: “¡Oh, mi Señor, mi Dios!”. Finalmente, el alguacil, aquél que había sido rescatado por Dirk, no pudo soportarlo más y ordenó a sus hombres que pusieran fin a la vida de Dirk para que éste dejase de sufrir.
 
Amar es posible
Cada vez que pienso en Dirk no puedo dejar de emocionarme. Su vida es un ejemplo de lo que implica amar a nuestros enemigos. El amor a los enemigos es posible siempre que sea mos capaces de vivir en sintonía con Dios. En la medida en que sea mos capaces de negar nuestro yo y asumir la radicalidad del mensaje de Jesús.
 
El amor a los enemigos se enmarca en el gran mandamiento de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Es indudable que el mensaje de amor preconizado por Jesús está más allá de lo que, en el devenir normal, haría el hombre. El reto de aquél que se declara seguidor de Cristo se encuentra en ser capaz de poner en práctica ese mensaje. Pero eso sólo será posible en la medida en que sea mos capaces de poner a Dios en primer lugar.
Por otro lado, el amor a nuestros enemigos entronca con el amor que siente Dios por el hombre, un amor incondicional, un amor que es capaz de darse. Dios se hace hombre por amor, con todas las consecuencias que se derivan de esa decisión. Dios muere en la cruz para que la imagen de Dios en el hombre pueda ser restablecida. Y es precisamente ese amor que se da el que hace posible que el amor a nuestros enemigos se pueda convertir en una realidad. El reto se encuentra en vivir de tal modo que sea Jesús quien dirija nuestras vidas para que así seamos capaces de manifestar ese amor que Dios sintió por nosotros primero.

Josep Antoni Alvarez
Porfesor del  col. legi Urgell
Revista  Adventista, agosto 2011

 
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